Nuevo Diccionario Político Argentino

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* Por Nicolás Arizcuren

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¿Presidenta o Presidente? ¿Todos, Todas y Todos o Todes? ¿Casta o Corpo?

Con el paso del tiempo, en ese gran mercado que es el lenguaje popular, observamos cómo algunas palabras son sustituidas del consumo frecuente y reemplazadas por otras, más modernas, específicas o nuevas, que responden a la realidad del momento. No hay un organismo que lo haga, ni audiencias públicas o asambleas donde se vote quitar o agregar una palabra al uso cotidiano; justamente lo increíble de esto es que se da por consenso tácito colectivo.

¿Quién sabe qué día del siglo pasado murió el último hombre que le decía “chambón” a sus amigos? Lo que sí sabemos es que desde ese día esa palabra dejó de utilizarse y pasó a ocupar un lugar en el museo de las palabras, probablemente al lado de “piringundín” y “sotreta”. Otras palabras puede que no desaparezcan; sin embargo, cambian de sentido, mutan y se redireccionan hacia otro lugar. Por ejemplo, “siniestra” puede que hoy haga referencia a una persona oscura y malvada; sin embargo, en su denominación de origen hace referencia a la mano izquierda (diestra y siniestra).

Usted dirá: ¿Qué tiene que ver esto con la política? Muchísimo.

Michel Foucault, en su obra “Las palabras y las cosas”, aborda cómo el lenguaje no solo refleja la realidad, sino que también la moldea activamente. Foucault argumenta que el lenguaje no es un mero reflejo de la realidad objetiva, sino una herramienta poderosa que influye en cómo percibimos el mundo y cómo se ejerce el poder.

Por lo tanto, según el filósofo, el lenguaje no solo modifica la realidad al reflejarla, sino que también la moldea activamente al establecer categorías de pensamiento y formas de entender el mundo. Vamos al ejemplo del mal llamado “lenguaje inclusivo”, que no es lenguaje y mucho menos inclusivo. El mismo se nos presenta por imposición y a diferencia del orgánico, fue “creado”; alguien decidió a dedo que en determinadas palabras se suplanta la “o” por la “e” y que era necesario inventar nuevas palabras como “sororidad”.

¿Cuál es el problema que un grupo de personas decidan hablar así?

Ninguno, todos los distintos subgrupos sociales tienen palabras de pertenencia. Acá el problema es, primero que intenten imponerlo y segundo que lo más sospechoso es que todos sabemos que nadie (ni siquiera ellos) lo utilizan en el cotidiano; sin embargo, la presión fue tal que hasta los gobiernos se vieron obligados a incorporarlo.

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El objetivo supuesto de esta “jerga” es evitar o combatir la “discriminación” residual que genera el lenguaje ordinario. Lo curioso es que se le asigna a la palabra “discriminación” también una connotación negativa, siendo que es una función natural y esencial para la vida. Discriminar es seleccionar excluyendo, y es lo que hacemos todo el tiempo cuando elegimos con quién formar una amistad, con quién trabajar o con quién acostarnos.

De hecho, su propio colectivo discrimina a los hombres heterosexuales siendo que se dice inclusivo y que busca la igualdad. También discrimina a algunas mujeres, cuando justamente selecciona excluyendo qué causas de violencia apoya y cuáles no, haciendo la vista gorda cada vez que una mujer policía es asesinada por un ladrón o cuando el hombre señalado por violento es un “aliade” que forma parte de su “colectivo” político.

“La moral tiene criterios políticos”, parafraseando a Nietzsche.

Y he aquí la cuestión de por qué esta jerga genera tanto rechazo en una gran parte de la sociedad, ya que no es por el infantilismo semántico de cambiar una letra por la otra. El verdadero motivo es porque se hace más que evidente que sus objetivos son políticos y no la defensa efectiva de los derechos de la mujer. Indigna el cinismo con el que sistemáticamente vacían de sentido las causas legítimas y las utilizan como trincheras políticas financiadas por el estado. Como decía Foucault, cambian las palabras para imponernos su realidad.

Es curioso observar cómo con el paso de los años la política ha manipulado el lenguaje para alterar la realidad; por ejemplo, antes, “los trabajadores” era justamente una forma de referirse a obreros, jornaleros y laburantes. Hoy, en cambio, refiere a movimientos sociales de personas que paradójicamente no trabajan.

En nombre de “la justicia social”, que fue un pilar del peronismo en la búsqueda de políticas que mejoren las condiciones de vida de los sectores más vulnerables, dejaron medio país en situación de pobreza e indigencia.

La devaluación no solo afectó a la economía, sino también al rico lenguaje que ostentábamos los argentinos, vaciándolo sistemáticamente no solo en cantidad de palabras sino también en calidad. Cuando se agotó políticamente y vaciaron de sentido la palabra “pueblo”, desempolvaron la vieja y mancillada “patria”. Él, en la Biblia, Dios. En la exégesis cristiniana, Néstor. Ah, y en el ámbito local, MiguEL.

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Conocimos la “Inflación” como el aumento general de los precios de los bienes y servicios existentes en el mercado durante un determinado período de tiempo. Cuando los genios del mal descubrieron que la rana se iba acostumbrando al agua caliente, la redefinieron como un instrumento impositivo encubierto y de financiamiento del gasto público.

Gente que vivió la dictadura militar y todo su aparato represivo contempla estupefacta cómo un puñado de adolescentes cantan livianamente que Macri o Milei son la “dictadura”, vaciando completamente de sentido uno de los períodos más oscuros de nuestra historia. Lo mismo sucede con el concepto de “derechos humanos”, que fue tal el despilfarro de corrupción que hicieron en su nombre que hoy gran parte de la población tiene aversión a escuchar esa sentencia.

Desde el uso de eufemismos para encubrir la verdad hasta la creación de narrativas distorsionadas para justificar políticas controvertidas, el lenguaje se ha convertido en un campo de batalla en el que la verdad y la transparencia son a menudo sacrificadas en aras del poder y la conveniencia política.

Cuando las palabras pierden su significado original y se convierten en herramientas de propaganda y manipulación, la realidad misma se ve distorsionada y la confianza en las instituciones democráticas se erosiona. La sociedad se divide, la verdad se convierte en una mercancía negociable y la posibilidad de un diálogo honesto y constructivo se desvanece.

Es por eso que aquellos que trabajamos con las palabras y que hacemos del lenguaje un santuario, tenemos el deber de ser la guardia pretoriana que lo custodie para desenterrar el hacha de guerra de aquí en adelante cada vez que, por ejemplo, decidan resignificar la palabra “prócer” para equiparar al inefable Carlos Menem junto con San Martín y Belgrano.

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